Anchuela

-Hola- me dijo aquella linda voz que me resultaba familiar- ¿sabes quién soy?- preguntó.

Su voz, la había escuchado antes, me trajo un conjunto de sensaciones pero que no lograba conectar con ningún recuerdo, ¿podría ser Fabiola?

-¿Fabiola? -me aventuré a dar una insegura respuesta.

-Sí, soy yo, Fabiola.

La conocí cuando era un adolescente, ella me agregó y según me dijo, no sabía el porqué, solo estaba aburrida y quería tener alguien con quien hablar, no la eliminé porque puso cámara web, era linda, su cabello largo, sus preciosos ojos que a veces parecían estar perdidos y una extrovertida personalidad.

Conversamos por horas y eso se convirtió en una costumbre, me encantaba su forma de ser, sus historias y que me llamara a cada instante. Estas conversaciones se prolongaron por un par de años, crecimos juntos, pasamos de ser amigos a una especie de enamorados a distancia para terminar siendo como hermanos, creo que nunca he tenido tanta confianza con una persona como lo tuve con ella y eso me encantaba.

Recuerdo que escuchábamos un programa que ya no existe, se llamaba «noche sin roche», ella llamó por teléfono a la radio y me mandó saludos desde donde estaba, me emocioné, quise devolver el lindo gesto, pero a diferencia de ella, yo no tenía el valor de hacerlo. Conversábamos la madrugada entera, podíamos pasarnos horas hablando sobre un tema sin sentido y ni uno de los dos quería ser el primero en colgar, ella me enseñó a perder el miedo en muchas cosas, me ayudó a madurar, mi adolescencia la viví con ella y nadie sabe de eso, mucho de lo poco que sé se lo debo a ella y le estoy muy agradecido, a pesar de la distancia, siento que crecimos juntos, de la mano, en una etapa de la vida que es muy difícil para  el ser humano, pero nos apoyábamos y eso nos ayudó.

Lamentablemente el tiempo hizo su trabajo, ya no teníamos tanto tiempo para conectarnos y las llamadas se veían reducidas pues cada uno tenía cosas que hacer, poco a poco nos fuimos distanciando y no hicimos nada para evitarlo, supongo que fue parte de nuestro crecimiento. Los 2 tomamos caminos separados, cada uno hizo su vida, llegaron nuevos tipos de celulares y con eso nuevos números, nueva agenda, ya no estaba ella, se convertía en un lindo recuerdo, algo que contar a mis hijos, decirle que existía una chica llamada Fabiola, que en su nick ponía «Anchuela», que me enseñó muchas cosas y que de no ser por ella, mi adolescencia hubiera sido aburrida.

Hace poco recibí su llamada, la emoción que sentí fue indescriptible, había recuperado a una amiga, confidente y hermana, me puse algo nervioso, eso nunca me pasa, hubo silencios incómodos y temas vacíos, algo normal dado que no sabíamos nada el uno del otro, pero a pesar de eso la alegría que sentía en ese momento era inmensa. Pude ver su blog y ella vio el mío, ¡cuánto hemos cambiado!, somos tan diferentes, pero eso no importa porque las diferencias se ven acortadas cuando volvemos hablar como cuando éramos dos adolescentes que se reían con tonterías.

Es probable que el tiempo vuelva a separarnos más adelante, pero ahora estoy seguro que ya no será un «para siempre», sé que algún día llegaremos a conocernos, mis hijos jugarán con los suyos mientras en una bella mañana, en un bello parque, sentados bajo la luz del sol, ella y yo hablaremos de lo bien que nos va y recordaremos, como dos niños, esa bella canción que me cantaba mientras yo reía como loco, de sus locuras, sus tonterías.

El eclipse

El siguiente cuento corto es de Augusto Monterroso

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

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Luna

El siguiente cuento corto es de Enrique Anderson Imbert.

Jacobo, el niño tonto, solía subirse a la azotea y espiar la vida de los vecinos.

Esa noche de verano el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un refresco y comiendo una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la azotea.

—¡Chist! —cuchicheó el farmacéutico a su mujer—. Ahí está otra vez el tonto. No mires. Debe de estar espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme la conversación, como si nada…

Entonces, alzando la voz, dijo:

—Esta torta está sabrosísima. Tendrás que guardarla cuando entremos: no sea que alguien se la robe.

—¡Cómo la van a robar! La puerta de la calle está cerrada con llave. Las ventanas, con las persianas apestilladas.

—Y… alguien podría bajar desde la azotea.

—Imposible. No hay escaleras; las paredes del patio son lisas…

—Bueno: te diré un secreto. En noches como esta bastaría que una persona dijera tres veces «tarasá» para que, arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz y llegase sano y salvo aquí, agarrase la torta y escalando los rayos de la luna se fuese tan contento. Pero vámonos, que ya es tarde y hay que dormir.

Entraron dejando la torta sobre la mesa y se asomaron por una persiana del dormitorio para ver qué hacía el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después de repetir tres veces «tarasá», se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por un suave tobogán de oro, agarró la torta y con la alegría de un salmón remontó aire arriba y desapareció entre las chimeneas de la azotea.

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El día que Neyser pudo volar

Neyser era un niño curioso, de nariz aguileña, cabello alborotado, cejas gruesas y algo cachetón. Le encantaba mirar el cielo, había algo que lo llamaba en esa infinidad de mar flotante, le gustaba mirar como los pajaros se trasladaban de un sitio a otro ¡parecían tan felices! ¡tan libres! le encantaría algún día poder hacer lo mismo ¿podría volar?

-¿Cuando crezca podré volar?- le preguntaba Neyser a su madre con total inocencia.

-¡No me hagas enojar con preguntas tontas!- respondía enojada la madre- ¿cómo se te ocurre que puedes volar? ¿acaso tienes alas? solo los pájaros pueden volar.

La tristeza embargó a Neyser pero él seguía mirando al cielo, además quizás su madre estaba equivocada, quizás algún día él podría volar. Pasaron los años y ahora era un adolescente.

-¿Crees que alguna vez se invente una tecnología con el que podamos volar con solo nuestro pensamiento?- preguntaba esta vez a su profesor de Historia.

-¡Es imposible!- le respondió- pero existirán mecanismo que quizás puedan impulsarnos.

Neyser se puso nuevamente triste, él no quería volar con una máquina, él quería hacerlo con su pensamiento, ser libre, moverse a su voluntad, sentir la brisa del viento recorrer su rostro. Pasaron los años y Neyser acababa de cumplir dieciséis.

-¿Crees que en algún planeta de este infinito universo existan seres racionales que puedan volar?- preguntaba esta vez a su grupo de amigos.

-¡Calla pajero!- le respondían todos- ¡la paja lo tiene loco!- exclamaba su amigo Junior.

Nuevamente se puso triste, regresó a su casa y terminó de resignarse ¡era imposible volar! ¡todos tenían razón!

Pasaron los días y conoció a Katherin, nunca se propuso estar con ella, solo era una amiga más, además, él solo era un loco y ella una princesa, eso se lo repetía infinitamente. Pero al final se dejó seducir, por aquellos labios delgados, esa hermosa sonrisa que dibujaba un par de hoyitos en sus mejillas y esos grandiosos ojos chispeantes. Pasó el tiempo y logró enamorarla, ahora estaban sentados en un parque, se abrazaron, una suave brisa acarició el rostro de Neyser, alzó la mirada y nunca aquel mar flotante le había parecido tan cercano.

-¡Que equivocados estaban todos!- le susurraba Neyser a Katherine y ella no entendía nada.

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El consejo

-Tengo 22 años, ella debe entender que tengo necesidades- se lamentaba Raúl ante su amigo Alonso.

-Eso te pasa por cojudo compadre ¿cómo te vas a meter con una evangélica?

-¡la amo! Camila es lo mejor que me ha pasado, ella es la única que me entiende.

Habían pasado ya ocho meses desde que Raúl, luego de tantos intentos, se convirtió en su enamorado. No le importaba que usara faldones en verano ni que se rehusara dejarse tocar los senos después de ocho meses de relación, tampoco que lo obligue a rezar siempre antes de besarse, Raúl estaba enamorado, sentía que Camila era la única que lo entendía, ella lo escuchaba y lo consolaba con algunos evangelios.

Pero con el pasar del tiempo las testosteronas se le alborotaban de manera inusitada y hasta la señora Marita, la sexagenaria de la bodega, ya le parecía algo atractiva. Su situación le parecía agobiante y no sabía que hacer, de una cosa estaba seguro, no la iba a engañar, no podría hacerle eso a ella que tan bien se había portado con él. Así que ahora estaba en ese estado de desesperación, con su amigo Alonso, buscando alguna ayuda.

-Solo te queda masturbarte compadre- consolaba socarronamente Alonso.

-Ya no es suficiente… ¡mírame! estoy sudando… creo que le voy a pedir matrimonio… no tengo otra salida.

-¡Reacciona idiota!- le dijo Alonso mientras le tiraba un lapo en la cabeza- escúchame, prueba con el cyber-sexo, por lo menos inténtalo- agregó.

-¿Cómo es esa cosa?

-Sencillo, solo tienes que pagar con tu tarjeta y una mujer te bailará desnuda mientras te dice todo lo que quieras escuchar…

-¿ya lo has intentando? ¿cómo sabes de esto?

-No nada que ver… lo escuché por ahí… ahora déjate de decir estupideces e intenta eso, que si te escucho decir la palabra matrimonio otra vez te muelo a patadas y lo haré porque soy tu amigo y te quiero.

Raúl fue corriendo a su casa, prendió la computadora y buscó los sitios que ofrecían esos servicios. Pagó para que una argentina sea la que le haga el baile, se llamaba Michelle y tenía buenas recomendaciones en los comentarios de la página.

A los dos minutos Raúl yacía muerto, al parecer la abstinencia y su excitación exorbitante le pasaron factura al ver desnudarse a su argentina enmascarada quien ajena a la desgracia de su cyber-cliente seguía bailando hasta que finalice su hora, al minuto ya se había quitado la mascara y en los minutos siguientes se desprendía lentamente de sus demás prendas.

Al finalizar la sesión la bailarina peruana que se hacía pasar por argentina ignoraba del cruel destino de su cliente, solo se preocupaba por el dinero que ganaría, pero Michelle, que en realidad se llamaba Camila, horas más tarde recibiría una trágica noticia, su enamorado Raúl había fallecido, al parecer mientras se masturbaba en la computadora.

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El examen

Con los ojos aun fijos en su celular y sin salir de su impresión inicial, Felipe leía una y otra vez ese mensaje de texto ¿será un error? ¿Lucía se habrá equivocado de destinatario? no estaba seguro y no sabía como despejar sus dudas, la mujer de sus sueños le invitaba a la fiesta de finales y él no podía creerlo, pero si, definitivamente estaba su nombre en el mensaje y este nunca le había parecido tan bonito.

Antes de recibir el mensaje, era definitivo que Felipe no iba a ir, estaba llevando matemática financiera por segunda vez y su examen final, por desgracia, le tocaba el sábado posterior a la fiesta. Todo estaba planeado, el viernes por la noche se reuniría con Javier y Esther para estudiar con el profesor particular que habían contratado, esa era su única y pequeña esperanza de aprobar el curso, de faltar el viernes a esas clases se podía ir despidiendo del verano en la casa de playa de sus padres y tendría que llevar el curso por tercera vez acompañado ahora de un insoportable calor.

¿Qué hacer? la desesperación se apoderaba de Felipe con el pasar de los minutos, sea cual sea su opción se arrepentiría de todas maneras. Si iba con la mujer de sus sueños esa podía ser su única oportunidad, con un poco de suerte y con la ayuda del alcohol, de decirle todo lo que siente, pero a la vez, se iría esa pequeña posibilidad de aprobar el curso. Por otro lado, podría quedarse estudiando el viernes pero él conocía muy bien a Lucía, sabía de su orgullo y si la rechazaba se podía olvidar de ella también para siempre y con Lucía no había la posibilidad, a diferencia de matemática financiera, de «recuperarla» en verano.

En el mensaje de texto, Lucía le dijo que lo esperaría en la fiesta que se realizaría en la «Plaza Francisco», un sitio algo alejado de la ciudad y que estaba a unas dos horas y media en un automóvil particular. Lamentablemente él no estaría allí, decidió no responder el mensaje, lo que muestra un indicio de que dejaba la remota posibilidad de rectificarse.

Era viernes en la tarde y mientras esperaba a sus compañeros de estudio tuvo una visión. Estaba él, entre luces intermitentes y el sonido ensordecedor de la música acercándose poco a poco a Lucía, mientras ella, ladeando su cabeza, cerraba los ojos y cedía al momento. Eso le bastó, a la mierda con matemática financiera, que se joda el profesor Gutierrez, esta era su única oportunidad con la chica de larga cabellera, ojos achinados y labios delgados que brillaban en la oscuridad cual millar de microscópicas luciérnagas en la oscuridad, y no la pensaba desperdiciar.

Llamó a sus amigos, se excusó con ellos, les dijo que se reúnan en otro sitio pues a él se le había presentado una emergencia. Se bañó, se cambió, cogió las llaves de su carro y para su desgracia este no arrancaba, no creía en supersticiones ni cosas del destino así que solo culpo de su desgracia a su irresponsabilidad por no dar el debido mantenimiento a su auto, no quedaba mucho tiempo, la Plaza Francisco estaba relativamente lejos y empezaba anochecer. Tomó un taxi ¡carajo que caro! pero no le importaba, si pagó el precio de la tortura veraniega en la universidad, unos cuantos soles no era mucho.

Empezaba alejarse de la bulla de la ciudad y pasaban por la oscura carretera rodeada de montículos de arena que adornaban aquel lúgubre paisaje. Parecía que se adentraba a un desierto infinito en donde solo algunos grandes camiones eran sus acompañantes. En aquella oscuridad Felipe atinaba a imaginarse el momento en el que llegaría, como Lucía lo saludaría, lo introduciría a su grupo de amigos, reirían y conversarían hasta llegar al momento en donde Felipe le diría que no hay un día en el que no deja de pensar en ella y que quería estar con ella; por supuesto, en esas imágenes que se proyectaban en su cabeza, Lucía decía que sí, aceptaba y le confesaba que ella también sentía lo mismo.

Faltaban solo unos diez minutos para llegar y de manera imprevista hizo detener al taxi a un lado del camino, abrió la puerta, caminó de manera parsimoniosa entre aquella oscuridad que lo rodeaba y empezó a gritar con todas sus fuerzas y a maldecir a Lucía mientras que el taxista atónito solo contemplaba dicha escena de locura de aquel joven desconocido. Felipe lanzó con todas sus fuerzas su celular, regresó al taxi, cerró la puerta y siguió su camino.

El celular aún brillaba entre tanta oscuridad, en aquella soledad infinita, tan lejos que en el lugar donde estaba a pocas penas se podía escuchar a los camiones pasar, en su pantalla se podía apreciar el mensaje de texto de Lucía, enviado hace apenas un minuto, en donde le pedía infinitas disculpas a Felipe, pero no podía ir a la fiesta en Plaza Francisco, había olvidado que tenía examen final de filosofía el sábado y tenía que quedarse en casa, tenía que estudiar.

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